Por Jenny dela Fuente
No fue tan fácil como pensaba. Muchas noches de luna llena llenaban mi alma. Cientos de batallas por la supervivencia me volvieron un guerrero de la vida, esos que ven sangre por donde quiera, que miran con ojos penetrantes a filo de puñal desenvainado. Mientras más vivía, más conocía a la gente. Es aburrido encontrarse con el mismo animalito con diferente careta y ,a veces, me preguntaba hasta cuando estaría observando este circo de gente, que en los finales ya no saben ni para donde van.
Por eso decidí apartarme un poco, verter mi filosofía en mis ancestros y allí encontré algo muy diferente. Mi Tata me enseñó de las plantas, las aguas, la comunicación de lo intangible. Supe cómo hablarle a Olofi en mi lengua nativa. De toda la magia que despierta en la foresta, transformándose en cada atardecer, así como el poder de la propia naturaleza, impredecible, poderosa, llena de fuerza capaz de cambiar las cosas en instantes.
Comprendí poco a poco que la muerte era una extensión de la vida, donde habitaban las almas buenas o llenas de maldad y era un lugar como otro cualquiera, pero donde podríamos amar, porque en la espiritualidad no existe el sexo, solo los demonios de bajos infiernos eran Súcubos e Inkubús, saciándose del humano en las noches donde el libre albedrío duerme y no hay control.
Cuando pude, por primera vez, hacer una curación , hace más de ocho décadas, sentí que empezaba a servir para algo y pude comprobar con hechos que la naturaleza es grande, cuando se le invoca en el idioma de los vientos.
Poco a poco fueron acercándose a mi cabaña cerca del río, donde contemplaba las aguas sentadas sobre una gran piedra. Mi cabello canoso y escaso cubría a penas mi cabeza, pero mi barba blanca era tupida, casi siempre llevaba un pañuelo apretado sobre mi cráneo, porque la brisa se escapaba al mediodía acalorándome un poco.
Tomaba café y aguardiente junto a un jobo grande. Siempre alguien traía algo de comer, porque el alma se cura con bondad. Los animales de aquel bosquecillo a veces me servían de alimento...meditaba mucho sobre ello, hasta que mi Tata me enseño el ultimo secreto de su sabiduría.
Murió con una sonrisa. Los cabilderos hicimos las ceremonias encomendando su alma a buen recinto. Seguí solo, en mis afanes hasta que un buen día se acercó a mi cabaña una anciana muy canosa, delgada y algo demacrada, porque la ambición desfigura el alma y la forma de mirar. Como hijo de Congo escuche atentamente toda su historia
- Vuelva otro día – le dije y me fui esa tarde a conversar con Iroko (la Ceiba), que me cambió la vida hace mucho, mucho tiempo.
Allí, donde se está por encima del bien y del mal, en ese majetuoso árbol habita Zambia. También visita Nanaburukú junto con los ikkus (espíritus) del monte. Evocando a mis ancestros, pude ver una triste realidad : Aquella anciana era abuela de una niña todavía pequeña, tan frágil que su inocencia asombró al mismo diablo. La pequeña, tenía a su padre enfermo de muerte, pero le había reservado parte de sus ahorros con sacrificios, previendo que si algún día muriese, aquella niña y su madre tuvieran algo para vivir.
Pero más pudo el odio que el amor de la sangre. La anciana quería ese dinero, pero la bebita tenía que morir. Sabiendo esta verdad desde donde solo hay sabiduría, cuando la anciana volvió, hablamos de su plan:
-Tráigame a la niña- le dije.
En tres días ella me la presento ante el Fundamento. Con el pretexto de llevarla a pasear, pude alejarla de aquella anciana. Antes le pedí el nombre de la madre, la casa donde vivía la bebita de solo un año, y le dije que se fuera, que yo me encargaría. Saque una pócima y se la extendí a la anciana:
- Tómese esto para burlar la Ira de Zambia. Una burundanga como esta es capaz de virarse así que tómese esto pa que nada le pase.
La vieja, hija de los mil demonios, se alejó con la idea de que yo sacrificaría a aquel angelito como hacemos cuando damos de comer a la prenda con la sangre. Los tipos como yo sabemos del mal y el bien, porque así se nos enseña, pero con los Hijos puros de Olofi no jugamos. Aquella beba era uno de sus Ángeles. La pócima, con toda seguridad ya habría funcionado a esta hora. Mire el horizonte y vi al Sol bajando tras el Irokko. Como si se quisiera meter en el tronco espinoso de esa mata. ¨Es tiempo¨, pensé. La vieja, estará rindiendo cuenta al Dios e los infiernos.
No fue tan fácil como pensaba. Muchas noches de luna llena llenaban mi alma. Cientos de batallas por la supervivencia me volvieron un guerrero de la vida, esos que ven sangre por donde quiera, que miran con ojos penetrantes a filo de puñal desenvainado. Mientras más vivía, más conocía a la gente. Es aburrido encontrarse con el mismo animalito con diferente careta y ,a veces, me preguntaba hasta cuando estaría observando este circo de gente, que en los finales ya no saben ni para donde van.
Por eso decidí apartarme un poco, verter mi filosofía en mis ancestros y allí encontré algo muy diferente. Mi Tata me enseñó de las plantas, las aguas, la comunicación de lo intangible. Supe cómo hablarle a Olofi en mi lengua nativa. De toda la magia que despierta en la foresta, transformándose en cada atardecer, así como el poder de la propia naturaleza, impredecible, poderosa, llena de fuerza capaz de cambiar las cosas en instantes.
Comprendí poco a poco que la muerte era una extensión de la vida, donde habitaban las almas buenas o llenas de maldad y era un lugar como otro cualquiera, pero donde podríamos amar, porque en la espiritualidad no existe el sexo, solo los demonios de bajos infiernos eran Súcubos e Inkubús, saciándose del humano en las noches donde el libre albedrío duerme y no hay control.
Cuando pude, por primera vez, hacer una curación , hace más de ocho décadas, sentí que empezaba a servir para algo y pude comprobar con hechos que la naturaleza es grande, cuando se le invoca en el idioma de los vientos.
Poco a poco fueron acercándose a mi cabaña cerca del río, donde contemplaba las aguas sentadas sobre una gran piedra. Mi cabello canoso y escaso cubría a penas mi cabeza, pero mi barba blanca era tupida, casi siempre llevaba un pañuelo apretado sobre mi cráneo, porque la brisa se escapaba al mediodía acalorándome un poco.
Tomaba café y aguardiente junto a un jobo grande. Siempre alguien traía algo de comer, porque el alma se cura con bondad. Los animales de aquel bosquecillo a veces me servían de alimento...meditaba mucho sobre ello, hasta que mi Tata me enseño el ultimo secreto de su sabiduría.
Murió con una sonrisa. Los cabilderos hicimos las ceremonias encomendando su alma a buen recinto. Seguí solo, en mis afanes hasta que un buen día se acercó a mi cabaña una anciana muy canosa, delgada y algo demacrada, porque la ambición desfigura el alma y la forma de mirar. Como hijo de Congo escuche atentamente toda su historia
- Vuelva otro día – le dije y me fui esa tarde a conversar con Iroko (la Ceiba), que me cambió la vida hace mucho, mucho tiempo.
Allí, donde se está por encima del bien y del mal, en ese majetuoso árbol habita Zambia. También visita Nanaburukú junto con los ikkus (espíritus) del monte. Evocando a mis ancestros, pude ver una triste realidad : Aquella anciana era abuela de una niña todavía pequeña, tan frágil que su inocencia asombró al mismo diablo. La pequeña, tenía a su padre enfermo de muerte, pero le había reservado parte de sus ahorros con sacrificios, previendo que si algún día muriese, aquella niña y su madre tuvieran algo para vivir.
Pero más pudo el odio que el amor de la sangre. La anciana quería ese dinero, pero la bebita tenía que morir. Sabiendo esta verdad desde donde solo hay sabiduría, cuando la anciana volvió, hablamos de su plan:
-Tráigame a la niña- le dije.
En tres días ella me la presento ante el Fundamento. Con el pretexto de llevarla a pasear, pude alejarla de aquella anciana. Antes le pedí el nombre de la madre, la casa donde vivía la bebita de solo un año, y le dije que se fuera, que yo me encargaría. Saque una pócima y se la extendí a la anciana:
- Tómese esto para burlar la Ira de Zambia. Una burundanga como esta es capaz de virarse así que tómese esto pa que nada le pase.
La vieja, hija de los mil demonios, se alejó con la idea de que yo sacrificaría a aquel angelito como hacemos cuando damos de comer a la prenda con la sangre. Los tipos como yo sabemos del mal y el bien, porque así se nos enseña, pero con los Hijos puros de Olofi no jugamos. Aquella beba era uno de sus Ángeles. La pócima, con toda seguridad ya habría funcionado a esta hora. Mire el horizonte y vi al Sol bajando tras el Irokko. Como si se quisiera meter en el tronco espinoso de esa mata. ¨Es tiempo¨, pensé. La vieja, estará rindiendo cuenta al Dios e los infiernos.
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Jennydela Fuente
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